Y era lógico, dejaría de escribir en el punto álgido de las mejores creaciones. De alguna manera así consagraría alguna victoria, algún espectro de victoria que cupiera en la rutina desganada, que se abriera paso como una sabiduría merecida.
Cuando logre poner estas palabras -que acaso ahora son aire, porque las digo, quedamente, aunque con voz clara, al oido del pobre Tom- en papel, estaremos, lo que se dice, en casa. Ya no en la estereotípica casa de malvones que imaginara de pequeña, la balaustrada y la enredadera, las incontables arañas. Esto será más bien una pausa en la marea de la nada en la que nos hundimos tanto, y... ¿Qué, Tom? No, no entendés porque no hablo para explicarte nada. Sería sencillo poner esto en palabras entendibles para vos, no te culpo, sos pequeño. Como todo lo que te rodea.
Lo que pasa, Tom, es que no puede irse por la vida achicando los discursos, las ideas, los mundos, a causa de un interlocutor abyecto y desganado, miserable y tan pobre gente como todos esos que ves detrás de la ventana del tren, tan aparentemente afligidos por la lluvia.
Te decía, sí. Será una pausa, un lugar de paso. Como un aeropuerto. Arribaremos repletos de valijas, de cacharros. Esos que ahora nos niegan, sí. No te preocupes, yo retomaría la escritura y vos jugarías, incansable, con un mechón de mi pelo lacio. Jugarías.
Tom, el tigre es un jardín que juega.
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