-Y digamé. ¿Usted bebe?
-No.
-Mire usted, hubiese jurado que bebía.
-¿Por?
-Por los ojos.
-¿Se ha de beber por los ojos? Infame.
-Por la expresión de sus ojos. No lo ha notado porque prefirió adoptar la conveniente postura de no mirarse de afuera para adentro. Pero yo, que sí puedo hacer eso, le digo lo que veo. No se ofenda.
En Pacífico las cosas ya no ocurren en patios con macetas ni música de radio. Un almacenero cierra el boliche, baja la persiana, a lo lejos los bocinazos de la avenida, forma tan solapada de la soledad.
-Mentiras. Hernández, antes del retiro involuntario, contaba que cuando miraba a los ojos a los reos sentenciados, se le erizaba la piel y sentía un frío en la nuca imposible de sostener. Como si fueran navajas, como si lo atravesaran, decía. Pero estaba loco de soledad, ese sí tenía razones para aniquilarse, y lo bien que hizo.
-Usted también las tiene. Déjese abstraer. Olvídese. Este pueblo está lleno de locos. Beba conmigo.
-No bebo.
-Bueno, desde ahora sí.