Es un sueño recurrente: un yo pensante que se debate entre interminables cavilaciones para llegar a un punto determinado, que llamaremos
casa. No importa ya a quién pertenece. Es una casa. A una cuadra, una calle de tierra; a cuadra y media, una estatua pequeña para un dios rojo. Soy yo, caminando o corriendo el interminable trayecto que separa esa casa de la mía.
No siento calor pero gotas gruesas de sudor me corroen la frente, se inmiscuyen en el camino de mi espalda, bordean la cintura y se esfuman.
Está mal, no debiera soñar esto.
En el sueño no me cuestiono, es simplemente una realidad concreta y tangible, no hay otra aseveración posible que la expresión de lo soñado. Me dejo llevar, me conviene. Sé que entrar en la casa-que-no-es-la-misma me supondrá, al menos, alguna pérdida: quizás la pequeña ventana del cuarto superior ya no existe, quizás en su lugar haya una copia chiquita de un Van Gogh, un disco de Bach, un corpiño.
Ya dentro, claro, la casa no es como la recordaba. Mi mente pugna por modificar todos los detalles posibles que denoten un choque entre los años pasados y estos. Algo me prepara para su aparición, para que ella intervenga; el autoconvencimiento de lo nocivo me lleva a modificar los escenarios, no quiero que aparezcas como
sé que aparecerás, sobre todo por el pobre imbécil que ahora duerme ahí, a pasos tuyos. Él no sabe. No siento las gotas pero ahora sí siento calor y me sofoca. Estoy subiendo tus escaleras. Estoy viendo la puerta de metal, parece derretirse pero sé que estás del otro lado, sé que estás pero, ¡Dios! ojalá no me despierte, ojalá no me despierte y la conscienc...
Algo me arrastra del pelo aunque intente quedarme.